Un día muy triste y muy duro. El domingo estuvimos hablando, te dolía un poco la garganta y tenías falta de apetito, pero “habrá que obligarse un poco hija”. “¿Cómo llamas tú ahora?” era tu respuesta al descolgar el teléfono y decirte “¿abuela?”. Que ya ha cambiado todo, que lo que venga al día siguiente será distinto por mucho tiempo es algo de lo que vamos siendo conscientes poco a poco en este encierro, que de repente ya no estés apenas nos ha dado tiempo a hacernos a la idea.
Supongo que es aquí donde uno viene a contarlo ante la ausencia de otras despidas, las personas no estamos preparadas para no tener duelo. El virus ya se había manifestado con más gente en el pueblo, el lunes empezó a costarle respirar, nos dijeron que se la llevaban al hospital, pero finalmente la trataron allí mismo. El martes por la noche nos avisaron de que no había más que hacer que prepararla y prepararnos, la mañana del miércoles fue eterna, llamar y llamar sin obtener respuesta. A las 14h sonó el teléfono “la abuela ha fallecido hace unos minutos”. A las 17h estábamos en el cementerio, nosotros, un enterrador y un sobrino que no pudo evitar asomarse hasta la puerta, no puede haber más que tres acompañantes, además de alguna ventana cercana abierta queriendo decir adiós. Si tenemos que separarnos de una forma de vivir, intentemos hacerlo mejor, y si toca volver a empezar, no nos deshumanicemos más.
Mi abuela nació en el año 28, le han tocado unas cuántas crisis. Se casó y tuvo un hijo muy joven, solo uno, porque en aquel momento aunque no fuera lo habitual, decidieron que solo podrían pagarle estudios a uno, los estudios que supongo a ellos les hubiera gustado tener. Siempre se sintieron tremendamente orgullos de su hijo por haberse hecho maestro, se les notaba. Y nosotras, sus nietas, de ellos, de los abuelos. Lo tuvieron todo complicado, mi abuelo quedó medio huérfano pronto, le tocó echar muchas horas por la noche en la tahona y por el día en el campo, junto con mi abuela, para tratar de darnos más opciones a las generaciones siguientes. Así, con los años, podías llegar a su casa un día y permitirte decir que no tenías hambre, pero comer sin pan estaba prohibido, que para eso el pan nos consiguió el ascensor social.
Hace algún tiempo que dejamos de disfrutar de sus comidas y de su despensa, pero no de que nos siguiera cuidando. Cada domingo íbamos a verla y salíamos a comer, nada tan rico como su coliflor rebozada, sus migas, sus filetes, la ensaladilla, las patatas fritas o en vinagre, el cochifrito o las decenas de botes de conservas, mermeladas y tomate frito que nos tenía preparado siempre, generosa con nosotros y con cualquiera que lo necesitara. Cuando al abuelo le preguntábamos “¿quieres a la abuela? respondía ¡a tupa!, eso la echaremos de menos ¡A TUPA!
A tupa es también el agradecimiento, el ánimo y el apoyo a la gente de la residencia en estos días tan complicados. Ella quiso estar en el pueblo bajo cualquier circunstancia, no había forma de convencerla para salir unos días en vacaciones o pasar en Cáceres más de lo imprescindible en las navidades o las rarísimas veces que tuviera que ir al médico, tampoco ahora. El pueblo era su referencia, una vez volviendo de un viaje a América me preguntó con preocupación “¿y allí qué se come, como aquí en el pueblo?”, también era su familia, como lo son los pueblos, y como tal han estado también estos tres días en los que todo ha pasado tan rápido y tan despacio.
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